Me caí de la moto. Por suerte el pánico me impide ir muy rápido. Cuarenta kilómetros por hora la nave, y el corazón a mil. Fue bajando la avenida 12 de Octubre, hacia vía España, agobiado por unas gotitas de lluvia fría que me aporreaban el casco como perdigones de hielo. En algún momento pegué la llanta delantera al cordón de la acera y... ¡zas!... allá va ese gordo cual fardo de papas podridas.
Es una vespa negra (había unas verde caña y otras rojo-sangre, pero si ya iba a llamar la atención trepado en un aparatejo de esos, no era bueno abusar; suficiente escándalo provoco cuando me meto en el capote amarillo canario), y la uso para hacer mandados y venir a trabajar.
Es la primera vez que manejo una. No tomé clases. La única ocasión, anterior a ésta, que me monté en una moto, fue en el interior y apenas le di la vuelta a una casa, sin mayor público que una vaca aburrida que, en señal de aprobación, movía con desgano su rabo lleno de moscas.
Ahora ando para arriba y para abajo en ella, con las manos sudorosas y gritando obscenidades cuando rugen los buses; muerto de miedo cuando de repente se tira un carro en una bocacalle ahí delante, porque aquí en este paisito nadie respeta a los motociclistas y se te lanzan sin cargos de conciencia, y defiéndete como puedas, tú, gordo loco, aprendiz de "Poncharelo".
Pues bien, me caí de la moto. Me levanté reído, sin mirar -por la pena-otra cosa que no fuera mi vehículo de dos ruedas. No sé por qué me invadió la idea de que cuando uno se cae de un aparato de éstos, hay que correr a apagarlo porque puede explotar... como en las películas. Nadie se detuvo a ayudar. Siguieron su camino tal cual, y me imagino que algunos pensaron, ahogados por la risa, "¿cómo se le ocurre a ese mamerto andar en ese bicho por ahí?"
La respuesta es sencilla: me estoy ahorrando cerca de sesenta dólares al mes en gasolina. Es que me niego a seguir enriqueciendo a cuatro bellacos; prefiero gastarme mi dinero en yeso, que en petróleo.
|