Había una joven muy rica, que tenía de todo, un marido maravilloso, hijos perfectos, un empleo que le daba muchísimo bien, una familia unida. Lo extraño es que esta joven no conseguía conciliar todo eso, el trabajo y los quehaceres y su vida siempre estaba deficitaria en algún área.

Si el trabajo le consumía mucho tiempo, ella lo quitaba de los hijos, si surgían problemas, ella dejaba de lado al marido... Y así, las personas que ella amaba eran siempre dejadas para después.

Hasta que un día, su padre, un hombre muy sabio, le dio un regalo: Una flor carísima y rarísima, de la cual sólo había un ejemplar en todo el mundo. Y le dijo: -Hija, esta flor te va a ayudar mucho, ¡más de lo que te imaginas! Tan sólo tendrás que regarla y podarla y a veces conversar un poco con ella, y ella te dará a cambio ese perfume maravilloso y esas maravillosas flores.

La joven quedó muy emocionada, pero el tiempo fue pasando, ella llegaba a casa, miraba la flor y las flores todavía estaban allá, pero cierto día, llegó a casa y... ¡cuan grande fue la sorpresa! Ahí estaba la flor, pero con sus pétalos caídos. ¡La flor había muerto! Se lo contó a su padre y él le respondió: Yo me imaginaba que eso ocurriría y, desdichadamente, no tengo otra flor igual que darte, porque no existe otra igual a esa, ella era única, al igual que tus hijos, tu marido y tu familia.

Todos son bendiciones que el Señor te ha dado, pero tú tienes que aprender a regarlos, a podarlos y a darles atención, pues al igual que la flor, los sentimientos también mueren.