Hoy es un día especial, no sólo porque celebramos la separación de Panamá de Colombia, sino porque cada uno vuelve a ser niño. Ajá, no lo nieguen.

¿Quién no recuerda la emoción de la noche del 2 de noviembre, cuando no podíamos ni dormir de sólo pensar que marcharíamos al día siguiente?

Cada uno, desde su bastión, es decir, desde la banda de guerra o de música, desde el batallón, desde la tabla gimnástica, desde el grupo de batuteras, desde el cuadro de honor y, bueno, también desde el de "horror", dejaba un pedazo de su corazón revestido de patria en las calles de su pueblo.

Era uno de los pocos días en que las madres no tenían que insistirnos en limpiar los zapatos, dejar el uniforme listo o desayunar bien. Al contrario, muchos, como yo, nos levantábamos a cada rato para ver el reloj. ¡Joo!, cómo demoraba en amanecer. Era la noche más larga del año.

Allá en mi pueblo, en Penonomé, la gente se ponía el mejor vestido ese día, para ir a ver los desfiles. Muchos lucían el vestuario típico, especialmente niñas y niños.

Nunca podré olvidar a la mejor maestra que tuve: Rosita Liao. Ella era el alma de la celebración en mi escuela Simeón Conte.

Sin ella no puedo imaginarme la tabla gimnástica ni la banda de guerra.

Recuerdo que un día se le ocurrió cambiar la cinta tricolor del cuadro de honor, por un rosetón en el hombro, a manera de corsage. "Hay que ser originales", decía.

La verdad es que lo más "rareza" (no se decía "bien pretty") era competir contra la escuela Federico Zúñiga. Al final ambas se lucían, pero según nosotros, siempre ganábamos.

Cuán lejos estaba de imaginar que esas participaciones en cada desfile, terminarían por sembrar en nuestros corazones el más puro nacionalismo. No se trataba de un simple desfile. Se trataba de orgullo patrio, y eso no tiene precio. Hoy, muchos de nosotros, viendo los desfiles, volvemos a ser niños otra vez.