El rosal estaba orgulloso y se ufanaba por su belleza: “mis flores son las más hermosas que El Señor ha creado; no hay en mí nada malo”.
Las otras florecillas le recordaron que también tenía espinas. Él decía que sus espinas no hacían mal a nadie.
Sucedió que vinieron hombres y mujeres a recolectar rosas, para arrojarlas al paso de un joven carpintero; que había resultado ser el Rey del pueblo.
Al otro día, el rosal contemplaba cómo al paso de aquel joven subido a un burrillo, la gente cubría el camino de pétalos de rosas. Al tiempo que gritaban ¡Viva el hijo de David!
“¿Veis?, dijo a las otras plantas, los pétalos de mis rosas han servido para honrar al Mesías. Soy la mejor planta.”
“Tienes espinas”, dijeron las demás.
“Con las que no hago daño a nadie, son una autodefensa”.
Cinco días más tarde vinieron unos soldados que tenían los ojos llenos de odio. “Aquí encontraremos lo necesario para honrar al Rey de los judíos como se merece”.
La planta pensó que venían por más rosas, pero los soldados, tomando unas tenazas en la mano, le dijeron: “no rosal, no queremos tus flores, lo que queremos son tus espinas”.
El rosal nada pudo hacer por impedirlo; con sus espinas, los soldados de Roma confeccionaron la corona que clavaron en las sienes de Jesús, el Hijo de Dios.
¿Y nosotros? ¿Vemos sólo nuestro lado bueno, nuestras virtudes, y nos olvidamos que también tenemos unas espinas, mejor conocidas como defectos?
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