Un día, recorriendo la montaña, un pastor encontró medio muerto de hambre y abandonado, en un nido roto, a un pichón de águila. El polluelo fue recogido y cuidado por el pastor, quien lo llevó a su casa y dio a sus hijos.
Con el tiempo, lo que fue un débil pichón, se convirtió en una joven ave un poco mascota, un poco juguete de los chicos de la casa. La joven águila vivía encantada esta experiencia, pero estaba escrito que su vida debía transcurrir rodeada de otras aves, y así fue como terminó formando parte de los emplumados habitantes del gallinero.
Vida apacible, sin duda: comer todo el día, chismorrear con el vecino, alborotarse por cualquier ruido, atrapar algún gusanito despistado... Por la noche, dormir en su palito, acurrucada entre las gordas ponedoras. Las gallinas cluecas cobijaban docenas de huevos que un buen día se convertirían en bolitas de pelusa en movimiento. ¿Y ella? Sin duda era la más altiva, la más distante, la que veía más lejos, y la que tenía alas más largas.
Alas ¿para qué?
Un día, la joven águila miró por fin al cielo. Entre las más oscuras nubes de lluvia se formó de pronto un hueco que atravesó un rayo de sol. Y este rayo inflamó el corazón del águila, dio energía a sus dormidas alas y, extendiéndolas en toda su envergadura, las hizo vibrar, voló hacia aquel pedazo de cielo y aquel rayo de luz que la llamaba.
Hay una verdad en esta historia, reflexionemos: ¿Cómo nos sentimos hoy? ¿Atados al suelo? Seamos águilas del sol y no animales de la tierra.