Para esta época no me gusta asistir a los desfiles de mi Penonomé.
Justamente, cuando te crees que todavía eres muy joven, ves un muchachito que va tocando el tambor con gracia, seguridad y elegancia.
Al mirarlo de cerca, caes en la cuenta de que es muy parecido a un amigo o a una amiga y... ¡zas! Alguien a tu lado te estrella en la cara que se trata del nieto de esa amiga o amigo que, precisamente, estuvo contigo en la escuela secundaria.
¡¿Qué?! ¿Ya fulana tiene nieto?
Sí, te dice ese alguien.
Y tú, que no atinas a cerrar la boca, te pones a pensar en cada arruga que has visto en tu rostro; en cada cana que apareció impertinente en tu cabello; en cada rollo alrededor de tu cintura; en tu dentadura que ya no se ve tan pareja y blanca como antes; en la celulitis de los muslos; en los senos ya caídos; en las manos de vieja... ¡Ya, se acabó!
Tratas de olvidar el desastre que ha provocado el paso de los años en tu cuerpo. Pero, de repente, alguien llega y te dice: ¡Fulana, qué gusto me da verte! Oye, ¡tú estás igualita, no has cambiado nada desde que saliste de la escuela!
Es entonces cuando tus lágrimas están a punto de delatarte. ¡Justamente tú estabas pensando decirle lo mismo a esa amiga para que no se sintiera tan vieja!
No, qué va. Ir a ver los desfiles es tanto como ser masoquista.
Para colmo de males, ninguna de tus maestras o profesoras desfila con la delegación de tu colegio. ¡Todas se han jubilado! Eso sin contar que algunas ya no están en este mundo.
No, no, no. Nadie me hace ir a los desfiles de Penonomé, porque nada te envejece tanto, como tener plena conciencia de que ya pasaste, incluso, aquello de "señora de las cuatro décadas, no le quite años a su vida, póngale vida a los años". ¡Nadie, ni Ricardo Arjona le canta a las de las cinco décadas! ¡Me iré a ver el próximo desfile a La Chorrera!