Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo, una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo.
Por alguna razón --muerte, olvido, fuga precipitada, embargo-- el diario había quedado ahí, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez.
Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora, y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, él la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario. El mueblero se quedó pensativo durante un buen rato, con la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido. En su casa, por ejemplo, en el altillo tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían. Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio.
El mueblero sintió una especie de vértigo, no era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas, sino que iba a verse obligado a modificar las nociones más elementales que constituían su vida. O lo que él había llamado su vida: porque su vida transcurría al abrigo de los acontecimientos, y parecía más inalcanzable que el arrabal del universo.