Las madres de adolescentes tenemos misiones peculiares los fines de semana.
Yo, por ejemplo, convierto mi carro en un "bus colegial".
Sí, no se extrañen. A mis hijos los invitan a cuanto quinceaño o fiesta de cumpleaños se celebre. Eso me tiene las ojeras enormes y el insomnio a flor de piel, pero sé que socializar con sus compañeros de colegio, vecinos y amigos es parte de su desarrollo como individuos.
Por supuesto, no van a todas las fiestas, pero cuando lo hacen, mi esposo o yo los llevamos y los recogemos. Es entonces cuando me toca ser la conductora del colegial, porque cuando los busco, solo me queda mirar cuando se suben, uno a uno, sus amigos y amigas. ¡Van hasta en el maletero! Pero no me importa si tengo que ir hasta Capira y más allá. Yo los llevo porque en cada hijo ajeno veo los míos. Siento que si dejo a los otros por allí y les llega a pasar algo malo, no me lo perdonaría.
Recuerdo que cuando mis hijos estaban chicos, les gustaba que los vistiera de pollera y montuno y que los llevara a los desfiles o a las fiestas típicas. Decía entonces mi suegra: "jummm, cuando tengan 15 años ya los veré (a mi esposo y a mí) tomando café y frituras en la fonda, mientras los muchachos salen del baile a media madrugada".
Literalmente, así ha sido, solo que no les permitimos ir a discotecas ni a toldos, sino a cumpleaños.
Cada vez que se llega el fin de semana recuerdo lo que dice mi madre: prefiero cuidar a 10 bebés que a un adolescente. Tiene razón. A los bebés se les puede controlar, a los adolescentes... también, pero hay que echar mano de las mañas, de mucha energía, de discursos, de la psicología, y si todo esto no resulta, aún queda el castigo: ¡no van a la fiesta! ¡Y arde Troya!