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ENTRE NOS
Agentes de cambio

Elizabeth Muñoz de Lao | DIAaDIA

Sucedió en un pueblito llamado Bisira, en la comarca Ngabe Buglé.

Llegué a una casita habitada por indígenas. Era una choza de tabla y techo de pencas. Su piso de tablas estaba a unos tres pies del suelo, soportado por troncos, muy al estilo de los indios.

Mi visita no era de cortesía. Buscaba a un niño al que la madre había dejado allá en esas tierras lejanas al cuidado de su abuela. El padre había salido hacía mucho tiempo sin rumbo fijo y no se había vuelto a saber de él. Me habían dicho que el pequeño pasaba mucha hambre, pero nada me preparó para lo que vi.

Saludé a su abuela, mientras le explicaba que estaba desarrollando un reportaje sobre la desnutrición en Panamá.

Ella, con aquel dejo de resignación propio de quienes carecen de todo, me dijo algo así como: "ah sí, el muchachito tiene la barriguita grande", al tiempo que me señalaba a un pequeño bulto amarillento sentado en el piso, vestido con un trapo a modo de pañal.

Se le veían muy claramente las venas azuladas en su vientre. Observé su cabello ralo, que de seguro se le había caído poco a poco, y sus bracitos y piernas tan delgados como un birulí.

Me miraba sin ver. De su nariz chorreaba el moco y sus piecesitos lucían sucios, al igual que sus manos. Me di cuenta de que no caminaba y sólo gateaba. "Debe tener unos 10 meses", pensé.

Pues no, tenía tres años, pero el hambre no lo había dejado desarrollarse.

Yo había llegado hasta allá con colaboradores de Nutre Hogar. La labor en el centro nutricional de Kankintú es titánica, pero esperanzadora.

Me quedó un amargo sabor de boca, pero fui testigo de que hay gente que, de manera desinteresada, ayuda a cambiar el panorama de estos panameños olvidados. Sentí que no todo está perdido, porque mientras haya agentes de cambio, hay esperanza de un futuro mejor.

Aquel niño se salvó, como tantos otros que recibieron ayuda de manos que dan sin esperar nada a cambio.





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