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ENTRE NOS
Sabiduría campesina

Por: Elizabeth Muñoz de Lao. | EDITORA GENERAL DIAaDIA

El aire traía un peculiar olor a campo, mientras el verdor de la flora y el terracota del suelo dominaban el paisaje. Muy cerca se oía el río cuando su agua cristalina se estrellaba directamente contra las lajas de su lecho. La corriente era fuerte a juzgar por el ruido. Yo no lo veía y me preguntaba por qué no habían abierto allí cerca una trocha para bajar hasta él.

Yo iba subiendo por un caminito junto a mi hijo, mi esposo y mi cuñado. Ya iba "dando la libra a medio", como dirían allá en mi pueblo, cuando de pronto vi lo que quería: varias hectáreas de tierra sembrada de yuca, pimentón, tomate, sandía, zapallo, frijoles, porotos, pepinos, guandú, maíz y habichuelas.

Todo fue sembrado por un señor llamado Alejandro. Esa es su tierra, donde también siembran mi esposo y mi cuñado, que están como niños con juguete nuevo.

Allá lo encontramos, agachado en medio de las hortalizas, machete en mano y su frente sudada. Conversamos durante mucho rato. Yo me maravillaba de cómo los ordenados zurcos impedían que al pasar entre ellos pisáramos los siembros.

Mi hermana es periodista y él preguntó por ella. Decía que un día debía sacarlo en el periódico regional donde labora. Mi esposo le dijo que yo también era periodista.

Él miró hacia el suelo y con aire respetuoso y apenado dijo: "'toy conociendo gente importante, puej...".

Eso me causó gracia, porque para mí, él era la persona más importante del mundo en ese momento. Me había enseñado cómo se limpian los zurcos, cómo hacer un regadío con una bomba desde el río y, sobre todo, había respondido, sin querer, mi pregunta inicial: No había hecho una trocha hacia el río porque la gente iba a pasar por las plantaciones y las podía dañar. Mejor era dar toda la vuelta y así proteger las hortalizas. ¡Sabiduría del hombre del campo!

Ya yo me había imaginado bajando al río por una escalerita de cemento, allí mismito.

La tarde seguía cayendo y yo no pude resistirme. Tenía que ir al río y lo hice. En medio de un maizal vecino se abría una trocha, y de pronto apareció la corriente que coqueteaba con las piedras.

Eran notorias algunas lajas que las campesinas utilizan para lavar la ropa y los trastes. Aunque esa parte no me gusta, pues detesto lavar, me senté en una de esas piedras a escuchar a la naturaleza y a conversar en silencio con ella.

Recordé aquello de "gente importante". ¡Ja, como si todos no lo fuéramos por igual! Sin embargo, me sentí infinitamente pequeña ante la grandeza de ese campesino humilde, de esa alma limpia, que cuando le fueron a pagar por su trabajo, dijo que sólo le dieran la mitad porque él no había ido desde temprano.

Pensé que la vida juega con nosotros a su antojo. Él, que tiene mucha tierra, es pobre, mientras que yo, si la tuviera, tendría la vida resuelta.





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