Pifiando

Redacción | DIAaDIA

Cuando llegaron a la sucursal de la telefónica eran las siete y media de la mañana y había medio millar de personas en fila. Todos estaban ahí para lo mismo: comprar un diminuto teléfono celular, a precio de remate, con cincuenta minutos de tiempo aire como regalo de Navidad.

El día anterior estuvieron en otra larga y sudorosa fila para comprar el aparatito, pero cuando llegaron a la ventanilla, después de dos horas de tumulto, se encontraron con la noticia de que el tipo que salía en ese momento por la puerta del lugar se había llevado el último que quedaba. En un día se había vendido la increíble y desconcertante cifra de dos mil celulares.

Por eso la madrugadera del día siguiente, que funcionó, porque pudieron comprar el celular que era motivo de obsesión para el chiquillo, pero nunca pensaron que media ciudad también se levantaría tan temprano con el mismo afán.

Y es que al panameño le encantan los celulares. Hasta el más humilde vendedor de flores en el semáforo tiene uno. Recuerdo que un periodista hondureño que estuvo de paso por Panamá se quedó asombrado cuando vio a tanta gente en la calle hablando por teléfono. No lo podía creer. En su país ese es uno de los tantos lujos que la gente de a pie no se da.

Pero aquí sí. Panamá es el país de los celulares. El país de los pifiosos. Aunque no tengamos un real en el banco ni pan en la mesa, siempre tendremos para la tarjeta, aunque sea la más barata, esa que nos sirve para poner una "llamada perdida".

Lo que me parece digno de un estudio sociológico y hasta psiquiátrico es que aquellos que no necesitan para nada un teléfono, anden con uno en el bolsillo. Como mi hijo, por ejemplo, quien ahorró todo el año para darse ese regalo que ahora tiene sobre la mesa, en silencio, porque nunca suena, y es que da la casualidad que nadie llama.

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