Cuando Hércules era un joven de delicado rostro que tenía la vida por delante, salió una mañana para cumplir con un encargo de su padrastro. Pero su corazón estaba lleno de amargos pensamientos, y renegaba porque otros, que no eran mejores que él, llevaban una vida cómoda y placentera, mientras que su vida estaba cargada de trabajo y dolor.
Mientras pensaba en esto, llegó a un lugar donde cruzaban dos caminos, y se detuvo sin saber cuál tomar. El camino de la derecha era accidentado y tosco. No tenía belleza, pero Hércules vio que conducía directamente hacia las azules montañas de la lejanía. El camino de la izquierda era ancho y despejado; a ambos lados tenía árboles donde cantaba un coro de aves, y serpeaba entre verdes vegas donde florecían las más bellas flores. Pero terminaba en la niebla y la bruma, sin llegar a las maravillosas y azules montañas.
Dos mujeres salieron de ambos caminos.
Hércules vio que la dama del camino ancho era tan bella como la otra, pero tenía un semblante puro y gentil.
-¿Cómo te llamas? -preguntó.
-Algunos me llaman Trabajo -respondió ella-, pero otros me llaman Virtud.
Hércules se volvió hacia la primera dama, la del camino florido.
-¿Y cuál es tu nombre? -preguntó.
-Algunos me llaman Placer -dijo ella, con una sonrisa seductora-, pero prefiero hacerme llamar Dicha y Alegría.
-Virtud -dijo Hércules-, te escojo como guía. Mío será el camino del trabajo y del esfuerzo, y mi corazón ya no albergará amargura ni descontento y se fue con ella hacia las bellas montañas azules.