Siempre estuve segura de que me había tocado la mamá más mala del mundo. Desde que era muy pequeña, me obligaba a desayunar o a tomar algo por la mañana antes de ir a la escuela, por lo menos debía tomar leche, mientras que otras madres ni se ocupaban de eso.
Me hacía un sándwich o me daba una fruta, cuando los demás niños podían comprar papitas y comer otras cosas ricas. ¡Cómo me molestaba eso!
Y también sus palabras: "Come, ¡anda!, ¡no dejes sin terminar!, ¡acaba!, ¡hazlo bien!, ¡vuelve a hacerlo!", y así siempre. Violó las reglas al poner a trabajar a menores de edad, y me obligaba a hacer mi cama, a ayudar en la preparación de la comida y hacer algunos mandados. Fui creciendo y mi mamá se metía en todo: "¿Quiénes son tus amigas? ¿Quiénes son sus mamás? ¿Dónde viven?".
Los quehaceres fueron en aumento... que barre, que arregla el clóset, todo eso era para enojarme más y más. Los años también pasaron. Me casé e inicié una nueva familia. Ahora soy madre también, y con gran satisfacción le he dado gracias al Señor por mi mamá. Gracias al cuidado que tuvo con mis alimentos crecí sana y fuerte, y cuando llegué a enfermarme me cuidó con mucho cariño. Gracias a la atención que puso en mis tareas logré terminar mi carrera. Gracias a que me enseñó a hacer labores en la casa ahora tengo mi hogar limpio y ordenado y sé administrar mi hogar. Gracias por darme a mi mamá, a mi mamá querida, a quien solo le vi defectos y no cualidades, a esa mamá, que me ha amado tanto y me formó tan bien.
¡Sólo te pido, Señor, que ahora que tengo mis hijos, me consideren la mamá más mala del mundo!