Ella lo miraba, lo revisaba... sí, estaba completo, sano, achinado y de ojos claros, aunque un poco flaco para su gusto.
Fue entonces cuando su corazón lo notó.
Su bebé tan esperado tenía un halo especial. Parecía decidido, tenía un porte gallardo, pero la expresión de su rostro dejaba notar un dejo de melancolía, combinado con vulnerabilidad. Fue un momento especial, íntimo, distinto a lo que había vivido con el nacimiento de sus otros dos hijos. Con éste, cerraría ese ciclo bendito de dar a luz a otro ser.
Han pasado los años - once para ser exactos - y ese "no sé qué" sigue vivo como el primer día. Cada rasguño, cada caída de la bicicleta, cada dolorcito de estómago, hace que una alarma se encienda en el pecho de la madre, que ahora pasó de los 45.
Y... ¡zas! ¡Eso es! Es ahora cuando empieza a comprender el porqué de ese halo especial que no sintió con sus otros hijos, a pesar del amor infinito que la une a ellos. Es el saber que era su última vez, que aquel bebé sería el último al que le dedicaría esos momentos mágicos de unión etérea con otro ser. Es el miedo que se adquiere con los años, porque cuando se es joven, se cree que nada puede sucederle a un hijo... ¡qué va!, pero que cuando los años pasan, la experiencia, compañera inseparable, ya le advierte que sí puede suceder. Entonces, el nacimiento se ve distinto, desde otra dimensión en la que al fin la madre sabe que ya nunca será la misma, porque la vida le ha marcado el camino, bajando la cuesta, mientras sus hijos comienzan a subir la de ellos.
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