Había una mujer que, a fuerza de una actitud recta y perseverante, había obtenido grandes logros espirituales. Desde niña, había lucido en las muñecas brazaletes de cristal. La vida se la iba consumiendo inexorablemente. Ya no era joven, y las arrugas dejaban sus huellas indelebles en su rostro. Un día, su amado esposo fue tocado por la dama de la muerte. Cuando el cadáver fue incinerado, la mujer se despojó de los brazaletes de cristal y se colocó unos de oro. La gente del pueblo no pudo por menos que sorprenderse. ¿A qué venía ahora ese cambio? ¿Por qué en tan dolorosos momentos abandonaba los brazaletes de cristal y tomaba los de oro?
Algunas personas fueron hasta su casa y le preguntaron la razón de ese proceder. La mujer hizo pasar a los visitantes. Con la paz propia de aquel que comprende y acepta el devenir de los acontecimientos, preparó un sabroso té de especias.
Mientras los invitados saboreaban el líquido humeante, la mujer dijo: ¿Por qué os sorprendéis? Antes, mi marido era tan frágil como los brazaletes de cristal, pero ahora él es fuerte y permanente como estos brazaletes de oro.
¿A quién no alcanza la muerte del cuerpo? Pero aquello que realmente anima el cuerpo es vigoroso y perdurable.