Esta semana es especial. Comienzan las graduaciones de tercero y sexto año.

Me decía mi hija, que se gradúa de escuela secundaria, que nunca se imaginó que llegaría este día y que ella se sentiría tan contenta.

Yo, en silencio y compartiendo su alegría, pensaba que, en realidad, siempre se lo imaginó, solo que ella no lo sabía porque estaba muy ocupada en lograr esa meta que se propuso desde que pisó por primera vez una escuela, a los cuatro años.

Y es que allí está el secreto del éxito: ponerse metas y, en vez de soñar con alcanzarlas, lo que hay que hacer es trabajar para llegar a ellas mientras el sueño inicial, poco a poco se hace realidad.

Igual hizo mi hijo más pequeño, cuya lucha fue tenaz porque tuvo que hacer un esfuerzo extra para lograrlo, pero alcanzó su objetivo y, estoy segura, seguirá esforzándose para llegar a ser un profesional.

Así como en mi hogar estamos preparándonos para esas graduaciones, en muchos otros los padres e hijos se enfrascan en esos preparativos, pero la felicidad de un padre no se compara con la del hijo.

Cuando nosotros, como padres, vemos esos rostros radiantes y soñadores, no solo tenemos el corazón henchido de orgullo, sino que volvemos a vivir nuestras propias graduaciones y bailes de despedida. Es como un "dejavú".

Entretanto, nuestros hijos comienzan a dejar la seguridad del nido y a emprender su propio vuelo para alcanzar otra meta: convertirse en profesionales. A quienes no lograron graduarse, les tengo un mensaje: no se disfruta el éxito sin haber superado el fracaso. ¡Ustedes pueden! A quienes se gradúan, solo me resta decirles: ¡Luchen por lo que quieren, esfuércense y la vida se los recompensará. Felicidades!