HOJA SUELTA
Tía Paulita

Eduardo Soto | DIAaDIA

María Paula Batista, la querida "Tía Paulita" de San Felipe, tenía un gran corazón que se le detuvo para siempre hace cuatro años.

Manuel Quintero, compañero de aventuras y atrevimientos en la venerable casona de pobres donde crecí, hoy enfermero en Soná, fue quien me habló de ella por primera vez: "Ven, vamos a calle segunda (...) a la posada de Tía Paulita (...) la doña regala dulces, pastilla y comida", me dijo, lanzándome una mirada retadora. Y fuimos, por supuesto que a escondidas de nuestras madres. Pronto nos confundimos en la marejada de niños gritones y malolientes que nos agolpábamos frente a la puerta del cuarto de la Tía, sobre cuyo quicio colgaba por el cogote una de las piñatas más grandes que había visto hasta entonces.

Todos pedíamos acción, pero ella nos obligó a cantar los villancicos y a rezar, después de hablarnos de Jesús y el significado de las posadas navideñas.

Cuando algunos de aquellos chiquillos nos hicimos adolescentes y cogimos en serio eso de la religión, pasamos al círculo particular de Tía Paulita, lo que significaba aprender a querer a los niños revoltosos y encarbonados de la calle.

Porque así son los caminos de Dios, Paulita, una mujer que pasó por este mundo haciendo el bien, terminó sola en un ancianato, perdió la memoria y en su funeral no estábamos más de 25 personas.

"Hay un nuevo ángel en el cielo", dijo la voz que llamó desde el asilo para decir que Paulita había muerto. Y no mentía. Aun cuando la noticia de su muerte no apareció en ningún periódico ni se le despidió con pompas, y tal vez nunca bauticen una calle ni institución con su nombre, Paulita hizo lo que muy pocos hacen: le dio Navidades felices por más de 25 años a cientos de niños pobres. Y lo hizo en silencio, como debe ser. ¡Te recordamos, tía!

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