La Navidad de los últimos años me parece un contrasentido.

Mientras Jesús nació en un pesebre, en la mayor de las pobrezas, nosotros nos volcamos en un consumismo que asusta. Mientras más caro es el juguete que compramos a nuestros hijos, más sentimos "el espíritu navideño".

Será un espíritu malo, no de celebración por el nacimiento del Hijo de Dios que se hizo hombre para ofrecernos vida eterna.

No puede ser espíritu navideño aquel que nos dicta que debemos gastarnos hasta lo último que tenemos para sentirnos bien. Incluso, hay quienes gastan hasta lo que no tienen.

Hace unos años, me tocó publicar una noticia sobre la Navidad en un barrio marginal de la ciudad. Quedé estupefacta con lo que vi en las fotos.

Me impactó, especialmente, ver a un niño con un carro de los que usan gasolina y que pueden ser manejados por los pequeños. Pero hurgando en quién era ese niño, supe que vivía en un cuarto donde no hay servicio ni letrina. Sus ocupantes hacen sus necesidades en cartuchos plásticos y las tiran por un hueco en el piso de madera ya podrida por el paso del tiempo.

En un recorrido que se hizo por el barrio, las piscinas inmensas con bomba y filtro incluidos, eran la nota característica.

Pero si vamos a los barrios de clases pudientes, el panorama no es distinto, sólo que allá abunda el dinero y cualquier juguete no es una novedad para nadie.

Lo triste es que muy pocos de esos niños conoce el otro lado del mundo, aquel donde no hay una linda mesa adornada con pavo, jamón, rosca o tamales. Tampoco ropa cara para lucir.

Ambos extremos son malos. Nunca está de más inculcarle al niño que todo lo tiene, que comparta con otros que no tienen su suerte. De la misma forma, enseñar al niño pobre que lo importante no es desear un carro caro para jugar, sino vivir en comunidad, compartiendo entre todos la alegría por el cumpleaños de Jesús. Eso es lo que contagia el espíritu de Navidad. ¡Nada más!