Dijo Jesús: Sólo les pido que se amen, no hace falta otras leyes ni otros ritos, que se amen unos a otros. Que multipliquen los encuentros, las ternuras, los abrazos y los besos; sólo quiero que se besen y que pongan en común lo que tienen, lo que son; que dialoguen, que se entiendan.
Sólo quiero que se quieran. Quiero, amigos míos, que se sirvan, que se laven los pies unos a otros, que se acompañen y se ayuden a caminar; que se curen mutuamente las heridas; que se perdonen y que no dejen a nadie solo.
Dense el tiempo que haga falta. Regálense mutuamente algún detalle, cosas, gestos, como signo de amistad y de presencia, como yo hice con ustedes.
Regálense en todo a ustedes mismos, como un pequeño sacramento; el amor es siempre gracia y presencia.
Ya sólo vale el amor. Pero con una condición: que este amor sea como el mío, que se sirvan y que se amen como yo lo hice con ustedes. Y nada más.
En realidad, lo expresado aquí por Jesús, protagonista irrefutable de las fiestas que celebramos estos días, es lo que debiera ser la esencia de esta celebración.
Él dice regálense, pero no quiso decir que había que gastarse todo el décimotercer mes en regalos materiales para los demás ni para nosotros mismos. Regalar es dar amor, una mano amiga, un hombro sobre el cual llorar o unos brazos que nos arrullen en nuestras alegrías. Ese es el mejor regalo. Puede acompañarse con bienes materiales, pero nunca valdrá más que el amor que se da tomando como ejemplo el de Jesús.
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