La representación del nacimiento viviente era motivo de fiesta y orgullo para todos los habitantes de la aldea.
De hecho, cada uno de ellos tenía asignado un papel: los leñadores, los ángeles, los pastores, San José, los reyes magos e incluso Herodes, que era representado todos los años por el viejo Germán (el hombre al que nunca se le había visto sonreír). El que ocupaba toda la atención era el niño Jesús, honor que recaía en el niño más pequeño de la aldea. Era Cristian, pero se enfermó con fiebre.
¡Qué problema! No había otro niño pequeño. Entonces el encargado se acordó de la familia marroquí que hacía unos meses había tenido un niño. Sabía que sus paisanos no lo aceptarían, porque no eran del pueblo. Y decidió decirles que era el hijo de su hermano que se había ido a las Américas y ahora había vuelto.
La representación salió a la perfección. todos aplaudían y estaban contentos. Ya sólo quedaba la representación del día de Reyes con regalos para todo el mundo... Pero el Alcalde (que representaba al rey Melchor) no llegaba. Decidieron que sólo habría dos reyes. Se repartieron los regalos. Pero en el mismo momento en que se iba a dar por concluido el acto apareció el alcalde, vestido de rey mago, portando un pequeño sobre que entregó a los padres del pequeño marroquí: era el permiso de residencia porque ese año ni la familia de Nazaret tendría que emigrar a Egipto ni la familia marroquí a su país de origen...
Y hasta el viejo Germán sonrió.
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