El sueño comenzó el 19 de julio de 1950, cuando un joven entusiasta de apellido Cousteau adquirió, en complicidad con un grupo de amigos, un viejo dragaminas abandonado que ostentaba el mítico nombre de Calypso. Los años que siguieron fueron tan duros como provechosos. El Calypso crecía, cambiaba y se readaptaba al entusiasmo de su tripulación. Veinte años después de su compra, el viejo dragaminas se había convertido en el barco oceanográfico más importante del mundo.
El mar jamás tuvo un defensor tan aguerrido. Su figura imponente se presentaba sorpresivamente en los puertos donde se desarrollaban las cumbres mundiales del medio ambiente, recibidos por la algarabía de la población, escoltado por cientos de embarcaciones menores, saludado por las salvas de la marina local. Su sola presencia hacía bajar la cabeza a los que cazaban ballenas y a los que contaminaban el mar.
El mundo contuvo su aliento cuando en 1996, tras un choque con otro barco, el Calypso se hundió en el Puerto de Singapur. Cruel juego del destino, el Calypso hundido en las aguas más contaminadas del planeta. Dos semanas después es reflotado y, herido, es llevado al puerto de Marsella en Francia. En 1998, tras la muerte de Cousteau es trasladado al puerto de La Rochelle donde aún permanece, abandonado, sucio, pudriéndose al sol.
El Calypso no llegó, el Calypso ya no navega. Las ballenas están a merced de los asesinos, el mar ya no tiene quién lo defienda.
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