Ramón deseaba viajar y conocer el mundo. Tenía la ilusión de conocer la ciudad italiana de Florencia. Soñaba con perderse por esas calles y plazuelas. Pero existía un problema: Ramón no sabía conducir. Además, aun sabiéndolo no habría llegado ni en mil años a Italia.
La solución era montarse en un coche y que el conductor lo llevase a su destino.
"La fortuna me sonríe", pensó Ramón cuando divisó un autobús que se dirigía a Florencia. Sin dudarlo se subió, pese a que no tenía dinero, pero le informaron que ese bus no tenía conductor. De pronto, uno del grupo se acercó a un hombre que salía de su coche y le dijo: "¿Sabe usted conducir este autocar? Le pagaremos bien". El hombre aceptó. Durante horas y horas los pasajeros miraban extrañados por la ventanilla. Otros se fiaban del conductor.
De repente, el conductor detuvo el vehículo y dijo: "Si quieren podemos seguir, pero yo necesito comer algo".
Ramón preguntó: "¿Ya estamos en Florencia?"
El conductor respondió: "¿Y yo qué sé dónde estamos? Yo no sé nada de Florencia. Ustedes me dijeron si sabía conducir y eso he hecho. Si me hubieran dicho que querían un destino concreto les habría dicho que no sabía. Pero no preguntaron nada".
Todas las personas que viajaron en el bus, con Ramón al frente, habían perdido su dinero y su tiempo. Ya no olvidarían la lección: Para ir a un destino, no basta que el coche tenga conductor. Hace falta que éste sepa a dónde va, de lo contrario, uno acaba en cualquier sitio menos en el que desea.