Aquella mañana habían acudido todos juntos a la misa. Ya en casa, uno de los hijos decía no entender por qué Jesús había dicho que sus seguidores debían ser como "la sal". Entendían lo de la luz, pero no "la sal". Claro que en la época en que el Señor lo dijo tenía sentido, pero ahora ya casi nadie la usaba. En el mundo antiguo se usaba para conservar los alimentos, hoy ya menos; así pues, era un punto del Evangelio que no era actual.
El padre corrigió a su hijo, diciéndole que la Palabra de Dios siempre es vigente.
Llegó la hora del almuerzo, y la madre sirvió el primer plato. A todos les encantó y la felicitaron. Nadie nombró la sal.
Llegó el segundo, un delicioso pescado al horno, pero al probarlo, todos dijeron que por favor se les trajese otra cosa, "aquello no se podía comer porque estaba saladísimo".
Vino después el tercero, una deliciosa carne asada, y tampoco la pudieron comer, porque le faltaba sal.
Ves hijo, dijo entonces la madre, El primer plato, como tenía la sal justa, les agradó a todos, y no se acordaron de la sal, que era la que le daba el sabor.
Los otros dos lo notaron, o porque faltaba, o porque sobraba.
Pues, así hemos de ser los cristianos, dispuestos a ser sal, sin que se note nuestra presencia ni se nos agradezca nada. Porque si faltamos, dirán que el cristianismo no sirve, y si abusamos, que somos unos locos. Por eso debemos trabajar en la medida justa.
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