Pues bien, después de un amargo y frío proceso en los tribunales de trabajo, quedó en la calle. Sin jefes. Con estos últimos estuvo ocho años y vendió para ellos un poco menos del millón de dólares, libres de polvo y paja. Ahora está ahí, en la acera, con su agenda bajo el brazo y en la cara una risa de chiquillo en fiesta. Libre. Dueño de su vida y de su tiempo.

Estuve con él la semana pasada, un día después que terminó la macabra negociación que puso fin a su tortura, y el celular no paraba de sonar. Eran ellos, sus clientes, llamándolo para ofrecerle su lealtad.

Eso se consigue sólo de dos maneras. Una, como lo hacen los mafiosos de las películas, amenazando: "Si no me compras a mí y a nadie más, te mueres". Otra, siendo persona, preocupado por el cliente, para que esté siempre bien, satisfecho, ofreciendo lo mejor de tus productos y de tu tiempo. Y sobre todo, ofreciéndose uno, con cariño y transparencia, sin trampas ni palabras con doble fondo.

Ahora, a mi amigo le toca componer su propio tango. Cuenta con lo principal que se necesita para meterse en la aventura: sueños. Ojalá él crea que puede, porque estar seguro de uno mismo es vital. Así que tendrá que construir su edificio sudando y soñando a la vez. Y esperanza le sobra. La adquirió en el mar, porque le fascina la pesca, arte que más que anzuelos y carnadas, exige fe.