Aunque sé que el amor se lleva en el corazón y no en las rodillas, también les solicito que me dejen ponerlas en el suelo mientras escribo, y así darle gracias a quien allá arriba teje los destinos y permite que la señora llegue este día a su cumpleaños número setenta y tres.

Mi columna será, pues, para Doña Chefa. La de los ojos verdes y risa de campana. La mujer de las manos de hierro y el corazón de burbuja, donde todos en casa encontramos siempre refugio. Mi madrecita, quien puso orden en mis caminos y me ayudó a forjarme una identidad, es dueña hoy de todas las letras que se descuelgan y ganan alas de cariño.

Han sido setenta y tres giros del signo Acuario, vieja. ¡Tantos sueños! ¡Cuánta lágrima! ¡Contemos juntos las carcajadas! Muchos se entretendrán contando tus errores. Yo prefiero hacer el inventario de tus lloros y desvelos, de tu afán por convertirnos en gente de bien, ya sea con tus consejos o, a buena hora, tus cueras.

Por ti, soy consecuencia de un beso. Él, marino, con su piel de barro; tú, verde y amarilla, hija del campo. Muchos te criticaron ese amor, pero tú seguiste amando. ¡Ay, madre mía, lavandera, reina de jabón e insomnio, soy la espuma de ese cariño, partido en mil pedazos y mil polvos!

Soy cada rezo de tus noches. Soy tus risas y tu aroma. Soy lo que me contaron de ti las estrellas. Soy la palabra instante y la palabra arena. Soy tu hijo, bendita seas. Hoy agradezco al tiempo esta lágrima que suelto, porque lo hago por un buen motivo: tenerte viva.