"La única cosa de valor en el mundo es el alma activa, la cual todo hombre tiene dentro de sí. El alma activa ve la verdad absoluta y la proclama y la crea".
Ralph Waldo Emerson
Tengo un pequeño defecto. Bueno, ni tan diminuto, pues me ha metido en cada dilema. Incluso, por ese pequeñísimo desperfecto de mi personalidad, hay quienes abandonan velozmente el recinto donde se encuentren, con la sola sospecha de que me estoy aproximando a él.
No vayan a creer que soy un asesino en serie. Dije pequeño, no calamitoso. Tampoco piensen que es que soy un desaseado ajólico. ¿Qué que es un desaseado ajólico? Un ajólico es aquel que de cada diez bocados de alimento, doce están sazonados con mucho ajo. Imagínense ese aliento sin limpieza e higiene bucal. Pero no. Recuerden, dije pequeño, no cochino.
Mi falla es de otra índole. Tiene que ver con el trato que doy a las demás personas. Específicamente, con los diálogos que sostengo; mis conversaciones, por lo general, comienzan muy bien, transcurren mejor, pero terminan fatal. Abruptamente y sin proponérmelo ni planearlo, cometo el asesinato de la tertulia. ¿Que como soy capaz de hacerlo? No lo hago con mala intención, pero tengo la mejor de las armas. ¡Y las armas son para usarlas! ¿O no?
Aunque me mueve el más excelente de los propósitos, siempre termino por despertar preocupación en mis conversantes. Así es, y eso me entristece. ¿Que cuál es mi defecto? Bien, llegó la hora, ya es tiempo que conozcan mi defecto. Les confieso, señoras y señores, que soy un preguntón compulsivo. Y no cualquier preguntón, sino el más chocarrero de todos los preguntones.
Preguntar es un verdadero problema. Es extraño, porque estamos en los tiempos de los concursos de preguntas. Pero resulta que las preguntas de las competencias televisivas son para ejercitar la memoria. Y a mí me encanta hacer preguntas para hacer pensar. ¿Eso es tan malo?
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