Cuando mi hija tenía ocho años, un día se me ocurrió decir que me iba a buscar otro esposo. Saltó como si la hubiera picado un bicho.
Eso nunca, me dijo. Y acto seguido, se enfrascó en un monólogo, a manera de reflexión, que aún hoy, nueve años después, me sorprendo al recordar sus sabias palabras a una edad tan temprana. Su hermano menor asentía en señal de apoyo.
Mamá -comenzó- una familia es una unidad, lo que significa que no se puede dividir. El papá, la mamá y los hijos son una sola cosa que Dios unió. Yo nunca voy a permitir que mi familia se divida, recalcó, mientras yo la miraba embobada, sin poder siquiera aclararle que yo no pensaba buscarme otro esposo. Ella siguió su perorata enfocándose en que juntos podíamos echar para adelante, separados, no.
Hoy, cuando la veo ya adolescente, a veces malcriada y otras, sumisa, recuerdo aquella "trapeada", especialmente cuando no quiere hacer un oficio de la casa.
Entonces yo aprovecho para recordarle que la familia es una unidad que tiene que caminar junta para alcanzar sus metas. Eso significa que cada miembro, por muy pequeño que sea, debe cumplir con su papel dentro de ella, y eso incluye dividirse las tareas para que no recaigan sólo en el padre y en la madre.
Cuando le toca cocinar y fregar, invariablemente pelea con los hermanos por aquello de "¿por qué yo y ellos no?". "¿Por qué a ellos les toca barrer o trapear, pero a mí me tocan dos oficios?".
Ahí entro yo para tocarle el hombro y decirle que todos tenemos que aportar a ese gran capital que gana intereses para el futuro y que es la familia, aquella que debe estar unida en el amor, pero también en las tareas diarias, porque allí en las pequeñas cosas del día a día, se manifiesta la unidad a la que ella se refiere.
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