Eran las 8:00 a.m. de un lunes y me dirigía a mi trabajo. Los "pitos" de los automóviles que transitan por la Vía España se hacen eco por toda la avenida; uno atrás del otro como si fueran hormiguitas del inmenso tranque matutino. Estaba a la espera de un taxi y al alzar la mano, después de los miles "no voy", uno se detuvo y accedió a llevarme. Pero algo ocurría. La cara de la otra pasajera me dio esa impresión.
Sólo le pregunté al conductor hacia dónde se dirigía primero y su respuesta, casi a gritos fue: "¿Usted no puede esperar?
Me quedé callada y miré a la otra pasajera, a quien en sus labios le entendí: "Está-amar-ga-do".
Ni el programa de radio que escuchaba aquel taxista lo hacía cambiar de humor. Recuerdo que para él todo lo que escuchaba de las emisoras era: "Eso no sirve", "¡Qué porquería de programa!". Nada lo hacía reír.
De ñapa, me percaté que tenía B/5.00 para pagar la carrera y no me quise imaginar la cara de este conductor. Cuando le dije lo que ocurría, su mirada casi me fulmina.
Pero tuvo la osadía de subir a otro pasajero. Y ¿qué creen?, al pasar unos minutos, el carro tuvo una falla mecánica. ¡Lo que faltaba!
A pesar de tanta quejadera, el joven universitario le prestó su celular. Pero en vista de que el auto estaba averiado, los tres pasajeros optaron por abandonarlo.
La cara de enojo del taxistas era aterradora.
¿Pensaría que nos quedaríamos a esperar al mecánico?
El gesto de aquel muchacho me enseñó que sin importar la situación en la que uno se encuentre, tratemos de inciar el día con una sonrisa, siendo amables, ya que un por favor ni un gracias nos hará más que otros. Nunca sabremos cuándo volveremos a ver a esa persona que le respondimos de mala manera, y, mucho menos, si necesitaremos algo de ella.
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