Conozco a un muchacho, Paco, que está a un paso de la cárcel, por su participación en la muerte de dos jovencitas en un accidente de tránsito.
Mi amigo cruzaba en su carro la Tumba Muerto, cuando otro vehículo apareció de entre las sombras, y empapó con una sangre negra y espesa todo en derredor.
A Paco lo metieron preso. Al otro también, claro. Pero resulta que ese otro andaba en un carro asegurado, y los abogados aparecieron por todas partes para defender al susodicho y así librarse del pago por aquellas muertes. Sin embargo, mi amigo no tenía dónde caerse muerto, por lo que no le quedó otra que ponerse en manos de un abogado de oficio.
A lo largo de un año, mi amigo jamás recibió asesoría legal. En el extenso expediente, de cuatrocientas y tantas páginas, sólo hay seis en las que aparece una declaración suya. Todos los demás papeles son de los abogados de la Aseguradora, luchando a muerte por librarse de la culpa.
El día de la audiencia apareció el abogado de oficio y se puso a explicarle la estrategia de defensa, ¡pero al otro acusado y no a mi amigo! Días antes, cuando lo llamamos para saber de él, con el ruido de una maquinita de casino al fondo, nos dijo que no, que él estaba muy ocupado, y que ese día del juicio nos encontraríamos una hora antes de la batalla, para ver qué se hacía.
Por supuesto que hay pocas probabilidades. Con una defensa así, sin esfuerzos, sin pasión ni vocación, la cárcel es lo único que se ve por la ventana.
|