Hace unos días fui a un lava auto. Fue un suplicio, no sólo por el escándalo de marca mayor, sino porque mi carro quedó mal lavado, incluso, manchado por dentro.

Ayer, fui a otro. En comparación, eran como las dos caras de la moneda.

En el primero, había gente libando (lo que es prohibido); cada carro tenía su equipo de sonido a todo volumen, como si de una competencia se tratara. Por supuesto, no era música suave ni salsa ni merengue. Era reggae, cada uno más vulgar que el otro.

Podrán pensar ustedes que porque soy una mujer de mediana edad, no me gusta el reggae. Les cuento que sí. Me encanta, pero eso no tiene nada que ver con la vulgaridad. Una cosa es la letra de una canción escrita con doble sentido, picaresca, y otra es la de mal gusto, indecente.

En ese lava auto me atendió un joven. Como yo no dejé el equipo de sonido encendido, el trabajo fue malo. Lo hicieron de apuro, como para terminar rápido y que esta vieja se fuera, porque había otros carros que sí "picaban". El joven que lavaba el de al lado, gozaba con la "música" y limpiaba una y otra vez cada parte del carro, lo pulía con un "cariño" que rayaba en la veneración. Claro, tenía "escándalo", es decir, "música".

En el local de ayer, me atendió un señor. Allí me sentí segura, tranquila, confiada. El trabajo fue muy bueno. El jefe vigilaba y al terminar el lavado, revisó cada parte del auto.

Ojo: había música, pero con un volumen moderado. Yo la disfruté. También se llenó el local, pero a diferencia del otro, acá se notaba la entrega al trabajo y el deseo de ofrecer un servicio de calidad en un ambiente agradable.

En este pequeño negocio, sus dueños están "claritos": hay que cuidar al cliente.

¡Adivinen dónde lavaré mi auto la próxima vez!