Entre diciembre de 1947 y enero de 1964, en Panamá se dio, desde mi humilde punto de vista, uno de los más bellos movimientos patrióticos del continente latinoamericano. Comenzó con el rechazo de los panameños a las pretensiones estadounidenses de tener bases militares a lo largo del territorio nacional, pasó por la siembra de banderas nacionales en la entonces Zona del Canal y culminó con la ruptura de las relaciones diplomáticas entre Panamá y los Estados Unidos.

Dicho movimiento, en lo básico, tenía tres cualidades: era popular, no emanaba ni del poder político ni del poder económico; buscaba recuperar la soberanía en la Zona del Canal ocupada por los extranjeros y fundamentalmente, era llevada adelante por la juventud panameña.

Cuando ocurren los desastrosos hechos del 20 de diciembre de 1989, dicho movimiento ya no era popular, pues su discurso fue asimilado por los militares que dieron el golpe de octubre de 1968; hay que recalcar que por lo menos un sector del poder económico siempre estuvo cerca de los golpistas. Su principal consigna: un solo territorio, una sola bandera, estaba a 10 años de cumplirse. Y los jóvenes que lo lideraron, ya no eran muy jóvenes que digamos. ¿Qué pasó con el revelo generacional?

No se dio. Y es lamentable. Es importante mantener vivos los discursos que nos identifican como un pueblo y nación. En Panamá, sin el canto patriótico, ¿con qué nos quedamos? ¿Con el sonido de las monedas de las cajas registradoras de los centros comerciales?

Pero no todo está perdido. No existe nación sin individuos sanos que elijan amarla libremente. Puede ser que la gente en este momento esté curando sus heridas personales y quizá, en algunos años, comience a preocuparse por las heridas inflingidas a esta patria traicionada. ¿O no es así?