Titita insistía. Tanto ella como yo vestíamos unos pantaloncitos cortos, camisa, medias y zapatillas, pese a que era un día de clases normal. Sin embargo, andábamos "sport" porque ese día limpiaríamos el salón, tal como lo programaba la maestra Alfreda cada mes. Cursábamos el segundo grado de escuela primaria, allá en la Simeón Conte de Penonomé (se daban clases en la mañana y en la tarde).

Cuando me cansé de que Titita me molestara, saqué la mano y le halé el cabello. Ella hizo lo mismo conmigo y rodamos por el suelo. Sólo sentí cuando la maestra me levantó por la camisa y me dio un sermón de padre y señor nuestro. A Titita también. Se suspendió la limpieza del salón, que era algo sumamente divertido.

A ella la colocaron en una esquina y a mí en la otra, de pie, sin derecho a escribir ni a hablar. Terminada la tarde, nos hicieron dar la mano y la fiesta terminó en paz. Otra vez éramos amigas. Pero al día siguiente, mi mamá, de camino al mercado, pasó a la escuela. ¿Qué creen? La maestra le dijo todo. Cuando llegué a la casa al mediodía, la cuera no se hizo esperar. Pero yo me vengué. En la noche, la mamá de Titita (éramos vecinas) me pidió que le explicara una tarea. Yo lo hice y, como quien no quiere la cosa, le dije lo que había ocurrido y que a mí me pegaron. Acto seguido, la mamá cogió un zapato de tacón y le dio de taconazos a Titita. Aún me asquea lo que hice. Me vengué, es cierto, pero cuando vi a mi amiga recibir golpes (así pegaban antes), me sentí como una cucaracha, y aprendí que la venganza nunca es buena, porque mata el alma y la envenena. Peor aún, victimiza al villano y enloda al que la ejecuta. Y , créanme, lejos de uno alegrarse, lo que logra es que el alma llore. Han pasado 39 años y cuando recuerdo el episodio, en secreto me disculpo con Titita. ¡Ah!... nunca volví a pelear.