El triste relato de hoy tiene la forma de un parte de guerra, porque el luto es el mismo; similar es la sensación de aislamiento y de que Dios no está de nuestra parte. Es más, pareciera que no está de parte alguna... como si no estuviera aquí ni en ningún lado... como si los protagonistas le importáramos una chancleta.
La historia es esta: Una abuela va a un juzgado de familia en San Miguelito porque su hija se ha vuelto peligrosa, como un cartucho de dinamita con la mecha corta, y la nieta corre peligro. Tal vez haya drogas de por medio. Quiere que le quiten la niña a la loca, por protección.
Entra en escena el papá de la muchacha rebelde, a la sazón un importante médico de la sala de maternidad del Santo Tomás. El tipo se encierra con la jueza, y lo que hasta el momento era todo calidez para la abuela preocupada, de pronto se torna hielo. Algo pasó en esa entrevista, no oficial, entre el médico y la jueza.
Una curiosidad: ese mismo médico está demandado en otro juzgado de familia, y lo que se pelea es el monto de la pensión al hermano gemelo de la hija explosiva, un joven autista, lo que nos hace chocar de hocicos con la primera ironía: un médico que es el ayudante de la vida en una sala de maternidad, tiene abandonado a un hijo minusválido, al que le niega 200 dólares.
Segunda ironía: la jueza, luego de la entrevista con el médico, acepta en el proceso a los abuelos paternos de la niña en peligro, porque andan en Mercedes Benz, pero quienes en tres años han estado en total desconexión de la criatura y se las entrega, con la advertencia de que si no la reciben, la entregará a la Cruz Roja.
Ahora la niña no puede detener las lágrimas; está proscrita en una casa extraña, sin la abuela que la ha tenido y mantenido desde que nació, y se la pasa gritando: "yo me quiero ir contigo, abuelita". Y yo me pregunto: ¿Es esto justicia de menores?
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