Dos abuelos. Cuarenta años de convivencia fecunda y fiel. Se conocían lo suficiente, como para darse todavía la sorpresa de un malentendido. Era justo lo que había sucedido esa mañana.
El abuelo era un hombre jovial y bastante espontáneo. Impetuoso en sus reacciones, solía irse de boca cuando decía sus verdades.
La abuela, en cambio, era más paciente, de reacciones más lentas. Por eso, aquel cruce de palabras que la habían ofendido, la llevó a su respuesta habitual: el mutismo.
El recurso del silencio suele ser frecuente en personas que están obligadas a una convivencia muy cercana, sobre todo cuando no existe la posibilidad de escapar a través del grupo. Y estos dos abuelos, pasaban gran parte de la semana solos, porque sus tres hijos casados no vivían en el mismo pueblo.
La discusión se había dado en horas de la mañana. Para la hora del almuerzo, se comió en silencio. El televisor llenó un poco el vacío, sin solucionar el problema. Todo el día fue lo mismo.
Al abuelo ya se le había pasado totalmente el mal rato, y quería que le sucediera lo mismo a su compañera, porque el asunto que los había distanciado era una intrascendencia y no valía la pena volver sobre ello.
Cuando ya se iban a acostar, al abuelo se le ocurrió una idea. Se levantó con cara de preocupado, y abriendo uno de los cajones de la cómoda, se puso a buscar afanosamente en él.
Sacaba la ropa y la tiraba sobre la cama, así logró vaciar casi todas las gavetas. De pronto, la abuela rompió el silencio y preguntó: "¿Se puede saber qué diablos estás buscando?" A lo que contestó su marido, con una sonrisa: "¡Sí! Y ya lo encontré: ¡Tu voz, querida!"
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