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  OPINION
Pedro Ramos

Eduardo Soto | Director, DIAaDIA

La idea de la muerte por momentos me despeluca. Para el guerrero, me parece un final demasiado injusto. Tanto jugarle la pacheca a las lágrimas. Haber tenido que saltar la barda de la adolescencia, con sus terrores por las primeras declaraciones de amor, las peleas callejeras, el humo de la marihuana, el anonimato. Obligado a crecer, a estudiar, a "ser alguien". Tanto ponerse de pie cada vez que el destino empuja hacia abajo para verte de rodillas. Luego de esa madrugada calurosa, cuando te diste cuenta de que en el cuarto de al lado había tres chiquillos, quienes en pocas horas te pedirían desayuno, y apenas te quedaban dos dólares en el bolsillo. Después de tanto lanzarse a la calle cada día para hacer el milagro de volver entero, limpio de pecados. Tanto esperar para ver los frutos, los nietos, los libros que no se dejaban escribir. Después de todo eso, la muerte resulta un pago harto miserable.

La semana pasada me tocó despedir a un hombre bueno, Pedro Ramos. Vecino leal y fraterno de mi madre. Era un tipo de esos que abundan en las calles rojas del Casco Viejo: de trago fácil, enamorado, siempre reído, bailarín y dicharachero. Amigo sincero, quien siempre tenía un abrazo desinteresado para secarte el llanto. Buen padre y buen marido. Un pan.

En el templo no cabía un suspiro: Políticos, socios, familia, amigos, deudores: todos condolientes. Cuando se vive bien como vivió Pedro, se tiran redes que atraen ese mar de gentes para decirte adiós. Pero pocos lloraban. Más bien reían, recordando al bueno de Pedro y sus ocurrencias.

Entonces pensé que el día de mi muerte quisiera eso: risas. Para eso debo sembrar en quienes me conocen recuerdos de colores, cosquillas en el alma, para que en el momento final no traigan flores a mi entierro, sino que hagan como hicieron con el bueno de Pedro Ramos: las ofrendas fueron esos lindos ramilletes de sinceras carcajadas.

   
 
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