Había dejado de nevar y los niños, ansiosos de libertad, salieron de casa y empezaron a corretear por la blanca y mullida alfombra de nieve recién formada.
La hija de un herrero, tomando puñados de nieve, con sus manitas hábiles se entrego a la tarea de moldearla.
- Haré un muñeco como el hermanito que hubiera deseado tener - se dijo.
Le salió un niñito precioso, redondo, con ojos de carbón y un botón rojo por boca.
La pequeña estaba entusiasmada con su obra y convirtió al muñeco en su inseparable compañero durante los tristes días de aquel invierno. Le hablaba, lo mimaba, jugaba con él, en otras palabaras, lo amaba como a un hermano.
Pero pronto los días empezaron a ser más largos y los rayos de sol mas cálidos...
El muñeco se fundió sin dejar más rastro de su existencia que un charquito con dos carbones y un botón rojo.
La niña lloró con desconsuelo.
Un viejecito, que buscaba en el sol tibieza para su invierno, vio a la niña llorar y se condolió.
Se acercó y le dijo dulcemente: Seca tus lágrimas, bonita, porque acabas de recibir una gran lección: ahora ya sabes que no debe ponerse el corazón en cosas perecederas.
Eso es lo que le ocurre a muchos de nosotros, que nos aferramos a los bienes materiales, a lo que puede esfumarse en un santiamén y, sin embargo, no prestamos atención a lo realmente importante: el amor de la familia y el fortalecimiento del espíritu.
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