Quien me conoce desde hace menos de 15 años, creerá que miento, pero no es así.
Hace más de 70 libras menos y 35 años atrás, solía practicar un juego llamado bombo. Consistía en que uno de los equipos se paraba en el centro, mientras el equipo contrario se dividía en dos bandos: un grupo en un extremo, y el otro grupo en el otro extremo. Ellos tiraban la pelota (de voleibol o de básquet) contra los que estaban en el centro. Cada vez que la pelota tocaba a uno, éste debía salir. Así, sucesivamente, debían salir todos para que el otro equipo quedara en el centro. Por supuesto, cada uno de los que estaba en el centro hacía malabares para evadir la pelota. Corría de aquí para allá y se contorneaba para evitar el golpe.
¿Se imaginan ese ejercicio? No había manera de acumular grasa en el cuerpo. Yo lo jugaba constantemente y solía soñar con llegar a las 100 libras. Ahora sueño lo mismo, pero al revés.
Traigo a colación este recuerdo de mis años de mocedad, porque estuve conversando con un grupo acerca del poco ejercicio que hace hoy la muchachada, ensimismada como está en el chateo, en el "blackberrybeo", en el "wiibeo", y en cuanta computadora o juego de video les pongan por delante.
Hoy, si la familia se sienta a cenar en un restaurante, hay que quitarles los celulares, tanto a grandes como a chicos. De lo contrario, no hay sobremesa, no hay comunicación, salvo con quien envíe un mensaje o correo, y tampoco hay convivencia familiar plena.
Si a eso sumamos que tampoco se hace ejercicios, tendremos o, mejor dicho, tenemos ya, unos jóvenes obesos e idiotizados por la tecnología, y a unos adultos que ahora les hacemos compañía. ¿Se imaginan a nuestros nietos? Para hablar con nosotros, nos enviarán mensajes por celular, y nuestros hijos nos los leerán, mientras nosotros envejecemos solos, aunque estemos acompañados en la misma mesa por todos los miembros de la familia.
|