"Para la mentira se necesitan dos: Uno que mienta y otro que crea."
Homero Simpson
Cuando era estudiante de bachillerato en el colegio Remón Cantera, en mis días libres, trabajaba en un taller de soldadura. Para ese mismo tiempo, descubrí algunas lecturas que cambiaron mi forma de ver las relaciones que imperan entre nosotros los humanos. Mientras cortaba con segueta varios cientos de barras metálicas, pude constatar a punta de sudor, lo afirmado por autores como Carlos Marx y Leonardo Boff: la riqueza la crea el trabajador y éste tiene derecho a vivir decentemente. El trabajo, sea desde una oficina o desde el campo, es el motor del progreso.
En el taller trabajábamos los Bichos y el Zarigüeya, que eran los soldadores; Mandao y yo, que éramos los "borrigueros" (los ayudantes, es decir, los que cortaban los hierros, cargaban las verjas y picaban las paredes para instalarlas). Tito era el dueño y el encargado de los contratos y los cobros. El salario eran cinco dólares por día para los soldadores y tres para los ayudantes. Todos teníamos en promedio 17 años de edad. Quince billetes por semana, en aquellos lejanos tiempos, no era un mal salario para un jovenzuelo. Mas, porque no teníamos más gastos que nuestros propios caprichos. En la práctica, seguíamos siendo unos mantenidos.
Un mal día Tito rebajó los salarios a tres y dos dólares. Vi la oportunidad de lanzar un fogoso discurso. ¡Y lo lancé! Al final del mismo, Zarigüeya dijo que plata era plata. ¡Qué desilusión! Pero el mayor de los hermanos Bicho (en realidad su apellido era Bishop) dijo: "A mí me gustan las fiestas y me gusta ir bien vestido". Esas palabras fueron suficientes para que los Bichos y yo nos fuéramos a huelga. Zarigüeya y Mandao no se nos unieron. Los Bichos y yo fuimos despedidos, Zarigüeya y Mandao, también. Tito había tenido lecturas diferentes a las mías: El dinero es lo que vale. A propósito, Tito es hermano de Mandao. A propósito, también yo tenía apodo, pero es un secreto de Estado.
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