De prisa como el viento, van pasado los días y las noches de la infancia. Un ángel nos depara sus cuidados, mientras sus manos tejen las distancias.
Después llegan los años juveniles, los juegos, los amigos, el colegio; el alma ya define sus perfiles y empieza el corazón de pronto a cultivar un sueño.
Y brotan como un manantial, las mieles del primer amor, el alma ya quiere volar y vuela tras una ilusión. Allí aprendemos que el dolor y la alegría son la esencia permanente de la vida.
Y luego, somos dos, luchando por un ideal formamos un nido de amor, refugio que se llama hogar y surge otra etapa del camino: un hombre, una mujer, unidos por la fe y la esperanza.
Los frutos de la unión que Dios bendijo, alegran el hogar con su presencia; a quién se quiere más, sino a los hijos, que son la prolongación de la existencia.
Después, tantos esfuerzos y desvelos para que no les falte nunca nada para que cuando crezcan, lleguen lejos y puedan alcanzar esa felicidad tan anhelada.
Y brotan como un manantial los dueños de su corazón, sus almas ya quieren volar y vuelan tras una ilusión y descubren que el dolor y la alegría son la esencia permanente de la vida.
Más tarde, cuando ellos se van, algunos sin decir adiós, el frío de la soledad golpea nuestro corazón.
Es por eso, amor mío, que te pido como le pido a Dios, que si llego a la vejez, estés conmigo. Recuerda que no se pueden desperdiciar los inolvidables momentos, especialmente en familia.
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