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Elizabeth Muñoz de Lao | DIAaDIA

Todo progreso viene acompañado de desafíos y de desafortunados retrocesos. Si no me creen, sólo miren a los adolescentes y niños de hoy.

La gran mayoría no ha aprendido a aprender, porque para ello hay que saber analizar, y eso no es posible si nadie les ha enseñado a hacerlo, y menos si cada pregunta tiene una respuesta con tan sólo hacer un clic en la computadora, que, además, tiene en su propia recámara o en el estudio de su casa. Esto, si se vive en las áreas urbanas y en un medio donde el poder adquisitivo permite el acceso a la tecnología.

Como corolario, los chicos y chicas de hoy no sólo atrofian su capacidad intelectual, sino que además, su desarrollo físico dista mucho de ser óptimo, tomando en cuenta que no hacen ejercicios ni siquiera para caminar hasta una biblioteca para consultar un libro.

Pero vamos a otro escenario. Hace poco estuve en Yape, Darién, una región muy alejada de los centros urbanos. Era la tercera vez que visitaba aquella aldea donde conviven afrodescendientes con indígenas emberá, desplazados colombianos y colonos.

Cuando la visité por primera vez, en 1997, se había producido una incursión de paramilitares colombianos. Cinco años después, volví. Corría el año 2002. En aquel entonces, un silencio tranquilo envolvía el pueblo. No había energía eléctrica, y en las noches las estrellas se veían tan brillantes y cercanas que se podían casi tocar.

Los niños y adolescentes conversaban y jugaban en los patios delanteros de sus viviendas, mientras, los adultos hacían lo propio recostados en hamacas, o se entretenían narrando cuentos.

Pasaron otros seis años y, al volver hace 15 días, el pueblo ya contaba con energía eléctrica y la escuela (de dos aulas) con computadoras.

Eso suena muy bien, y yo me alegré, sin embargo, el escándalo de los equipos de sonido de algunas casas de gente muy pobre impedía una conversación tranquila. Yo me preguntaba de dónde había salido el dinero para comprar semejantes aparatos y la cantidad de televisores que vi, mientras sentía que gran parte de la inocencia de los niños se fue para no volver y que las tertulias eran cosa del pasado.

Nadie es tan tonto como para no dar la bienvenida al progreso, pero nadie lo suficientemente cuerdo puede negar que, invariablemente, éste trae consigo un lastre que hay que saber controlar para que toda sociedad viva en un justo equilibrio que la beneficie y no la perjudique.





   
 
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