A principio de los años ochenta había una tropa scout que acampaba en los verdes llanos que había en la parte de atrás de El Dorado, donde hoy están los cines y un banco. Era la semana de Baden Powell, a mitad del verano. Allá nos aparecimos, a media madrugada, para llevarnos sus banderines, uniformes y libros de honor (no cogimos nada de valor material, sino sus símbolos de conquistas, como insignias y condecoraciones), y los encontramos dormidos como bebés. No se dieron cuenta de nada.
A los días aparecieron por nuestro campamento en San Felipe un montón de dirigentes malcarados, quienes nos obligaron a devolverlo todo. Ellos decían que había sido un "robo" descarado a unos niños; nosotros sosteníamos que los habíamos "acechado", que en lenguaje campista significa sorprender al que se descuida y no vigila lo suyo.
Por supuesto que nos quitaron los trofeos antes que le metiéramos candela en la antigua playa de El Malecón, y por casi nos expulsan de la Asociación. Todavía hoy, un cuarto de siglo después, me encuentro con algunos de esos dirigentes y me quieren matar con la mirada, mientras tengo que morderme la lengua para no explotar a carcajadas.
Hoy me digo que tal vez esos señores tuvieron razón en enojarse, y me pregunto cómo lo hubiera tomado si el "acechado" hubiese sido un hijo mío. ¿Habría aceptado el hecho sonriendo, como un golpe necesario para aprender que la corriente de la vida se lleva al camarón que se queda dormido? ¿Hubiera estallado pidiendo la cabeza de algún culpable?
Ojalá dilemas como estos los tenga la gente del gobierno actual, quienes se la pasan con el bla-bla-bla de reformar la Corte Suprema de Justicia, sin aceptar que allá por los años 70 ellos no fueron justos. Si no, ¿por qué no dicen dónde están los desaparecidos?
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