Decir arreglar es poco. Tenía que quedar estiradísima y estaba estrictamente prohibido sentarse en ella durante el día, porque "se arrugaba". Por supuesto que jamás osábamos, mis hermanos o yo, sentarnos o acostarnos en la de ella.

Recuerdo que, a veces, se me olvidaba hacerlo, y cuando iba camino a la escuela, sólo escuchaba aquel "Beeety" (así me dicen) y... ¡zas!, me regresaba a arreglar la bendita cama.

Cuando me castigaban para no pegarme, me ponían a lavar. ¡Dios mío!, qué digo lavar, mejor es decir lustrar la ropa. Mi mamá me exigía dos restregadas y dos enjuagadas, pero no en lavadora. Qué va, en mi casa no había eso. Era todo a mano. Además, tenía que echarle agua caliente y ponerla al sol.

Cuando me daba por rebelarme, le decía a mi mamá que algún día yo pagaría una doméstica para que me hiciera los oficios. Y, ¿qué creen? La sabiduría de mi madre salía a relucir, poniéndome en mi sitio con estas palabras: "Sí, 'ombe, si hoy día las empleadas no saben hacer nada y te va a tocar enseñarles. Si no sabes hacer nada tú, cómo vas a exigirles a ellas que lo sepan? Para todo hay que tener autoridad moral en esta vida". Punto. Hasta ahí llegaba mi rebeldía.

Hoy día soy fanática de la limpieza, pero sé hacer de todo. Cuando salí de casa para estudiar, fue cuando, finalmente, entendí su filosofía, y a lo largo de mi vida adulta le he dado gracias, en silencio, un millón de veces. Ojalá pueda yo lograr lo mismo con mis hijos.