"La libertad es el instrumento que puso Dios en manos del hombre para que realice su destino." Emilio Castelar
A pesar de haberse hecho la guerra durante casi todo el siglo XX, las instituciones religiosas y los partidos comunistas tenían o tienen una importante coincidencia conceptual: El suponer que todo individuo está libremente dispuesto a asumir la solidaridad como una obligación de cada día. Si así fuese, ya habríamos alcanzado las utopías. Pero miles de ejemplos diarios nos indican lo contrario. Quizás ese contraste entre el ideal y la realidad llevó a creyentes y ateos a construir dictaduras teóricamente temporales. Un ideal aún no concretado en realidad. Y pareciese que cada día está más y más lejano. El egoísmo cabalga triunfante, está en el poder y tiene mecanismos reproductivos propios. Al final, el ideal de solidaridad termina acompañado por el interés de mantenerse en el poder a toda costa y a cualquier precio. Por dicha razón, es preferible un obediente y uniformado mediocre dentro del colectivo, que un brillante y crítico individuo. A ese hay que ahogarlo pues la disidencia es peligrosa. Suena lógico que un conjunto quiera protegerse de los herejes. Pero ese es el gran dilema. ¿Puede un individuo contradecir a su dirigencia? ¿Impugnar el colectivo? ¿Rechazar el ideal de solidaridad? La libertad. Esa capacidad humana idealizada y maldecida constantemente. Y lo más triste, definida, a veces, como enemiga de la solidaridad. Es que cabe la posibilidad de que un hombre libre reniegue de la solidaridad. Así es. ¿Entonces? ¿Es o no es posible la solidaridad universal? ¿Hay que imponerla a fuerza de armas o castigos en el infierno? ¿Será que nos toca confiar en que siempre habrá individuos que sean lo suficientemente solidarios para compensar las faltas de la humanidad?
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