¿Saben? Veo la gente correr como si la vida se les fuera a acabar al día siguiente; como si huyeran los unos de los otros. Nadie mira a nadie, cada uno va muy concentrado en su propio mundo, metido en una vorágine que lo envuelve y, a la vez, lo engulle, para luego desaparecer como por arte de magia. ¡Claro! Se lo tragó el "subway".
Así es Nueva York. Una ciudad que atemoriza por el movimiento continuo y la vida a la carrera contra el reloj. No es muy grande, pero alberga ocho millones de historias como diría Rubén Blades; cada habitante vive apiñado en pequeños, pero costosísimos apartamentos grises y ocres.
Ni siquiera podría decirse que es una ciudad bonita, pero la vida fluye como el agua de las cataratas del Niágara, a raudales, con gente de todas partes del mundo y culturas tan distintas entre sí, como el agua y el aceite. Pero todos saben "vivir" tolerando al otro.
Sus altísimas moles de concreto y acero impiden la entrada del sol a media mañana, y también privan del placer de ver las estrellas en la noche. Sin embargo, son precisamente, esos rascacielos los que le dan ese encanto de ciudad cosmopolita, sobre todo, en la noche cuando las estrellas no hacen tanta falta, porque las luces multicolores en las pantallas de los anuncios de Times Square, le dan el tono alegre y mágico a esta increíble urbe estadounidense.
Aquí todo es muy "chic", no en vano viven Ricky Martin y Bruce Willis en apartamentos de más de 35 millones de dólares, en un edificio que costó 2 mil millones de dólares y donde hay un hotel en el que pasar una noche cuesta 12 mil. Aquí todo es hermoso, ostentoso y casi irreal.
Pero debo decirles que, aunque es bonito conocer una ciudad como ésta, más bonito es vivir en mi patria chica, en mi Panamá, una ciudad con alma, pero no por sí sola, sino por la calidad de gente que la habita, donde cada uno aún se interesa por el otro. Un lugar donde se puede comprar un café por 50 centésimos y una botella de agua por menos de un dólar; un lugar donde la vida también fluye a raudales, pero animada con el calor de cada ser humano y la hermandad propia de las ciudades pequeñas. ¡Ese es mi país!
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