Un día, una pequeña vela quiso saber para qué servía ese hilito negro y finito que sobresalía de su cabeza. Una vela vieja le dijo que ese era su cabo y que servía para ser encendida, pero que era mejor que nunca lo supiese, porque era algo muy doloroso. La velita no entendía de qué se trataba, comenzó a soñar con ser encendida.
Un día, la Luz verdadera que ilumina a todo hombre llegó con su presencia contagiosa y la iluminó, la encendió. La velita se sintió feliz por haber recibido la luz que vence a las tinieblas y le da seguridad al corazón.
Así comprendió que recibir la luz no sólo era una alegría, sino también una fuerte exigencia. Entendió que su misión era consumirse al servicio de la luz y aceptó ese reto.
Descubrió que en el mundo existen muchas corrientes de aire que buscan apagar la luz, pero optó por enfrentarlas. Además, vio velas apagadas, unas porque no habían tenido la oportunidad de ser encendidas; otras por temor a derretirse.
Y se preguntó muy preocupada: ¿Podré yo encender otras velas? Y, pensando, descubrió también su vocación de apóstol de la luz. Entonces, se dedicó a encender velas. Cada día crecía su alegría y su esperanza porque en su diario consumirse, encontraba velas por todas partes.
Velas viejas, velas hombres, velas mujeres, velas jóvenes, velas recién nacidas. ¡Y todas bien encendidas!
Cuando presentía que se acercaba su final porque se había consumido totalmente, dijo con voz muy fuerte y con profunda satisfacción en su rostro: ¡Cristo está vivo en mí!
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