Al principio en la casa teníamos hormigas normales como toda la gente.
Hormigas que de vez en cuando se aparecían para llevarse a alguna araña o cucaracha muerta, y claro, las dejábamos hacer su trabajo, porque no se metían con nosotros. Después ya no les bastaba con las migas de pan que a veces caían en el patio, ni con los bichos que matábamos. Se entraban a la cocina y al comedor si algo dulce se caía al suelo y nadie miraba por él. Para entonces, la basura que íbamos generando tenía que estar herméticamente cerrada. Poco a poco, nuestras medidas se tuvieron que extremar más. A pesar de la insistencia de papá, a mamá no le gustaban las fumigaciones y decía que con sólo que colaboráramos más en el oficio, nada iba a pasar. Con lo que no contaba mamá, era que al hacernos extremadamente asépticos, las hormigas iban a cambiar de estrategia.
Papá empezó a hacer un cerco de gamexán alrededor de la mesa para que pudiéramos comer tranquilos, pero con una mano comíamos y con otra teníamos que estar matando a las hormigas.
No tuvimos más alternativa que abandonar la casa, porque mamá nunca quiso la fumigación. Algo me dice que, aunque hubiésemos fumigado, las hormigas no hubieran parado de joder. Nos vinimos a una casa más pequeña y más lejana de nuestros trabajos, con los problemas de agua que no teníamos en la anterior y con un vecindario de gente algo rara. Aunque no recordamos el tema para no pelear entre nosotros, papá siempre sigue echando el gamexán alrededor de la mesa cuando comemos.
|