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  OPINION
Disparatorio 31

Redacción | DIAaDIA

En la escuela Simón Bolívar, que está a una cuadra de la Presidencia de la República, se aparece el hombre sin cabeza.

En un salón del tercer piso, en el extremo derecho, si se mira el edificio desde la Plaza, donde hace más o menos treinta años guardaban los sacos de la leche Care, se pueden oír unos pasos que se arrastran, quejas lejanas, como un ronquido de moribundo, y algo como cadenas que chocan con la espalda de un ser insepulto y penitente.

Ahí nos enviaba la directora Elisa de Morais a los mal portados. Teníamos que subir por la vieja y cochambrosa escalera, aferrando las manos temblorosas al pasamanos, porque el miedo hace que te agarres de cualquier cosa, aunque tenga polillas y estén a punto de ceder, y juras que como en el juego de "la lleva", el zombi no te hará nada mientras te mantengas unido a tu machín. Rogábamos al cielo que a medio camino no se nos apareciera la muerte, que los fantasmas que pululaban por esos áticos, fantasmas de ocho manos y un solo ojo, no se dignaran a mirarnos ni se nos metieran dentro como en el exorcista.

Entre los niños del tercer grado se sabía que quien entraba en el salón misterioso del tercer piso, no salía nunca. Recuerdo que ese había sido el final de un niño de apellido Ortega, quien una tarde subió castigado y no volvió más. Era un chico negro, el más inteligente del salón, pero muy inquieto. A pesar de sus notas excepcionales, lo atraparon cortándole a traición un mechón de pelo a la niña mimada de la escuela. Allá fue a parar, y jamás lo volvimos a ver.

De esa época me viene el miedo a las alturas, el cariño por la gente de piel negra, y la fobia por las escaleras sin luz.

Aún así, hoy, más de treinta años después, creo que estoy listo para enfrentarme a ese monstruo. Me lo imagino dentro de una toga maloliente, invadido de telarañas, polvoriento y cojo. Del hueco donde alguna vez surgía su cráneo ha de manar un agua verdusca y gelatinosa, hedionda, que cuando te toca la piel te la corroe, te la quema, y sus manos han de ser unos garfios de tres dedos nada más, con uñas azules, y con rastros de la sangre y las tripas de sus víctimas.

En ese cuarto misterioso he de encontrar la calavera de Ortega, el niño negro. Cuando lo encuentre, tendré tiempo de rezar un poco por él y por todos los demás que han sido devorados por el cuco sin cabeza del racismo.

   
 
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