Para nadie es un secreto que los seres humanos estamos acabando con el planeta, que el cambio climático provocado por nosotros mismos es real y ya se sienten sus efectos.

No es necesario ser ambientalista especializado para sentir que los calores de los últimos meses no son normales en Panamá. Tampoco podemos ignorar la desaparición de miles de especies de animales y de gran parte de la flora.

El deshielo tampoco es una broma, es real y peligroso.

Los que pasamos de las cuatro y cinco décadas sabemos lo que es no volver a comer un níspero, o un caimito, frutas muy abundantes en los 60, 70 y 80, pero que hoy casi han desaparecido.

En mi época de adolescente (siempre insistiré en que fue hace poco) íbamos de "safari" al cerro de Los Pavos en Penonomé. Teníamos que pasar por montes y "bosques", incluido un río para llegar. Hoy, el cerro ha sido rebanado y rodeado de viviendas. El riachuelo se esfumó y nuestros árboles, mudos testigos de nuestros juegos de mocedad, hace tiempo que fueron talados.

En estos días en que se ha debatido sobre la nueva ley 30, que incluye lo que a mi juicio es un contrasentido, porque si se decide que un proyecto es de interés social no requiere de un Estudio de Impacto Ambiental, he sentido que por algo Dios hace las cosas.

No me hubiera imaginado a obreros y adinerados unidos por una causa justa. A enemigos políticos luchando juntos. Pero lo hemos visto y eso ya es una señal de que estamos concienciándonos sobre la necesidad de cuidar lo que Dios nos dio y para eso no dudamos en aplicar a grandes males, grandes remedios.