Pensemos en un transeúnte cualquiera con el cual nos topamos. ¿Podremos contarle nuestros secretos? ¿Sí? ¿No? Claro que no. No lo consideraríamos merecedor de nuestra confianza.

Ahora pensemos en la persona que más confiamos. ¿Podremos contarle nuestros secretos? En especial, esos secretos negros y torcidos que hemos preferido callar y ocultar ¿Sí? ¿No? Lo más probable es que no. ¿Por qué? Por la culpa.

¿Será que la vida es un ir y venir entre la confianza y la culpa? Puede ser, pero siempre será más fácil mentir que enfrentar el propio juicio o el de los otros. ¿Por qué? Al final todo resulta en un absurdo; se miente para escapar del dolor que provoca la revelación de nuestro secreto y se termina atormentado por la culpa.

Allí es donde nace la vieja estrategia de condenar a los demás como una forma de aliviar la propia carga. ¡Quien censura primero, censura dos veces! ¿Resultados? Somos culpados por acusación en falso. ¿Será más fácil caer en ese vértigo de culpa y secreto que asumir responsablemente la posible equivocación? ¿Será más cómodo ocultarse del qué dirán que volvernos vulnerables?

Quizá la humildad sea una buena herramienta. Si de salida sabemos que somos imperfectos, nos presentaremos ante los demás como imperfectos y, creo, no habrá necesidad de secretos que salvaguarden nuestra falsa perfección.

También el escoger nuestros jueces. Que nos importe la opinión de seres a quienes importamos y que, verdaderamente, nos importan. ¡Quien importa, importa y quien no importa, no importa!

Quizá en ese último punto está la liberación de la culpa. Me parece que para rodearse de gente a quienes le importamos, tenemos que ser personas a quienes esa gente nos importa. Como que quien quiera confiar en los otros, tendrá que aprender a ser alguien de confianza.