Cuando alguien habla de los duendes, siempre demuestro ser muy escéptica al respecto. Pero eso es ahora, de niña creí ciegamente en ellos. Es más, me atrevo a decir que los vi.
Estaba yo en primer grado, allá en la escuela San Mateo de David, Chiriquí. Sólo hice primer grado allá, porque desde enero de 1967 mi familia se mudó a Penonomé.
Sin embargo, nunca he olvidado las travesuras con mis amigas Felicia y Carmen, a las que nunca volví a ver. De Carmen nunca olvidaré cuando la maestra Odila le marcó el brazo con el metro, porque no entendía matemáticas. Yo fui testigo ante sus padres. ¡Craso error! Ese año tuve el peor promedio de mi vida escolar.
Volviendo a los duendes, les cuento que camino a la escuela había una quebradita, rodeada de un bonito césped. A nosotras nos llamaba la atención, porque éramos muy curiosas. Un día, la curiosidad "mató al gato" y pudo más que las advertencias de nuestros padres. Las tres bajamos a la quebrada desde la calle de tierra y piedras, hoy de asfalto.
Se nos ocurrió quitarnos los zapatos para meter los pies en el agua. Hoy recuerdo ese paisaje como un pequeño paraíso verde con agua como el cristal. De pronto, los vimos. Eran unos niñitos muy bonitos que nos hablaban, aunque no recuerdo qué nos decían. Estaban al frente, del otro lado de la quebrada, haciéndonos señas.
Una de nosotras gritó y salimos huyendo. La verdad es que yo no sabía por qué huíamos, porque lo que yo vi fue muy efímero, pero mis amigas me aseguraron que eran duendes.
Recuerdo que de ahí en adelante sentí terror y, además, temía llegar a la casa y contar la hazaña porque mi mamá me hubiera pegado por meterme en la quebrada. Rememorando aquel episodio, comprendo más que nunca a los niños de hoy, que experimentan ese gusanillo de la curiosidad y que muchas veces nosotros, como adultos, les coartamos la libertad de manifestarla y de escudriñar. Dejémoslos curiosear, para que mañana tengan su propio cuento de duendes que contar.
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